Si con algo trato cada día, estos días, es con la vejez. La vejez de las personas, la vejez en las personas (que no es lo mismo), la debilidad de la carne, y no me refiero aquí a la lujúria. Me refiero a la mierda que es estar enfermo, y encima que el cuerpo no te responda.
Pero a lo que realmente me enfrento es al dilema que me supone, aunque sea como espectador, atiborrar a octogenarios de pastillas multicolores alargando sus minutos en esta vida terrenal, en muchos casos, contra su voluntad.
Quizás por mi formación cristiana, ya me planteaba el aspecto más místico de la muerte desde pequeña. Luego, de más mayor, ya me metí en temas de bioética, absorviendo de todos lados, a ver lo que me convencía más.
Pero la verdad, ¿de qué me he dado cuenta? De que no sé nada… Pero creo que hay 3 observaciones de la gente mayor que más o menos se repiten:
1. Quieren una vida digna, no una muerte, porque la muerte les angustia e inquieta.
2. Una vida digna es indolora, autónoma y acompañada.
3. Si no la tienen, prefieren morir.
Y alegan que ya lo han vivido todo. Que sin fuerzas, ni amor, ni ganas, la vida no vale nada. Y no les faltará razón, que sabuesos son.
Un médico no es Dios, ni da ni quita la vida, pero estudia para ser ducho en interpretar sus signos y constantes y cuando el cuerpo ya no puede más, no está de más ayudarle a morir en paz y que cada uno le ponga el nombre que quiera.